Una de las más temibles enfermedades de la antigüedad sin duda fue la lepra. Y es que no sólo era una enfermedad del cuerpo, sino que los que la contraían quedaban relegados socialmente; por lo general era una terrible marca que iba a mantener al enfermo lejos de todo contacto con los demás, muchas veces de por vida.
Así nacieron lugares como “la isla de los malditos” o el centro de las Misioneras de la Caridad, que fundó la Madre Teresa de Calcuta, que acogieron a todos los marcados por la lepra.
Todavía hace 80 años era una de las más temibles enfermedades. Gracias a los avances de la medicina y el advenimiento de los modernos antibióticos, la sentencia de muerte desapareció y poco a poco los casos están disminuyendo año con año.
Pero, imaginemos hace 2000 años, en los tiempos de Moisés, cómo sería la vida de un leproso: de acuerdo a la ley, el enfermo de lepra debería ser declarado “impuro” por uno de los sacerdotes. Debería además traer la ropa descosida, la cabeza descubierta, y además iría gritando “¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!” Mientras le dure la lepra, seguiría impuro y viviría solo, fuera del campamento.
Este es un fragmento de la primera lectura de hoy, tomado del Libro del Levítico, uno de los más detallados que explican la antigua Ley de los Israelitas.
Como podemos ver, el diagnóstico de la lepra declaraba al enfermo no como alguien que sufre una enfermedad de salud, sino del alma.
En el Evangelio, san Marcos nos narra un ejemplo diferente, pues cuando Jesús realizaba su doctrina, todavía de manera casi anónima –no todos lo conocían, a pesar que el murmullo en las ciudades y pueblos iba creciendo—un leproso se le acercó para suplicarle de rodillas:
“Si tú quieres, puedes curarme”.
Jesús compadecido le extendió la mano y le dijo con autoridad:
“¡Si quiero: Sana!”
E inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
Ahora, Jesús no trata al leproso con asco o repudio, sino con piedad –no le huye, sino que hasta le extiende la mano–. El enfermo no vuelve a ser paría, sino un humano con enfermedad.
Una vez recuperado, Jesús le dice con severidad que no le diga a nadie lo que pasó, pero que se presente ante el sacerdote y haga ofrenda como lo indica el libro de Moisés (he aquí la conexión con la primera lectura).
Pero el hombre, comenzó a divulgar tanto el hecho que ahora sí se volvió una gran noticia que recorrió los pueblos como pólvora, al grado de que Jesús ya no podía entrar abiertamente a ciudades o aldeas, y prefería ir a lugares solitarios a donde lo iban a ver para escuchar su Palabra.
El libro del Levítico contenía duros castigos y terribles penitencias para muchos de los aspectos de la vida de los israelitas. Pero, era también necesario porque este era un pueblo de cabeza dura y que constantemente estaba renegando contra Dios.
Jesús con su llegada cambia todo sobre la ley y la resume con un sólo mandamiento más grande: el Amor: primero a Dios, y luego a los demás.