Dice el Evangelio de San Lucas del dÃa de hoy que un dÃa, Jesús caminaba con una gran muchedumbre detrás de ellos, y volviéndose hacÃa sus discÃpulos les dijo:
“Si alguno quiere seguirme, y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sà mismo, no puede ser mi discÃpulo. Y el que no carga su cruz, no puede ser mi discÃpulo”.
Mucho se ha hablado de esta sentencia, pues a modo de ver humano es sumamente dura, pues ataca a muchas de las personas a quienes más amamos durante nuestra vida: padres, cónyuges, hijos, y parientes. Pero debemos recordar que el primer mandamiento de la Ley de Dios dice: Amarás a Dios sobre todas las cosas.
Amar a Dios siguiendo a Jesús es difÃcil. Pero no nos pongamos tristes. Todos nuestros seres queridos son una extensión del amor de Dios. Al amarlos, estamos amando a Dios y Jesús mismos. En las pruebas de la vida, cuando uno de ellos se nos va, es el momento de agradecer a Dios por habernos dado la oportunidad de haberlo tenido. El gran error, y es aquà donde se entiende mejor el mensaje de Jesús, es enojarse con Dios, reclamarle por la partida de nuestro ser amado, y hasta olvidarnos de Él.
Muchas veces, nuestro dolor es tan grande, que no nos deja ver la voluntad de Dios en este tipo de acontecimientos. Recordemos que la muerte no es nuestro final, sino la continuación de nuestro viajo con Dios. Y gracias a Jesús, tenemos el mejor guÃa de nuestra odisea por el infinito.
Amemos a Jesús. Amemos a Dios. Amemos a nuestros seres queridos. Y cuando llegue el dÃa de su partida, hagámoslo con el dolor de nuestro corazón, pero con la esperanza y fé de que un dÃa los volveremos a ver.