
El llanto de muchos es que ojalá y nos pusieran las cosas más fáciles para ir al cielo. Comentábamos el Domingo pasado que Jesús nos enseñó que el primer y segundo mandamiento resumen toda la Ley de Dios, y que al seguirlos, realmente los demás no importan, pues los estaremos cumpleindo automáticamente.
Pero en la realidad, tenemos nuestra carga humana de responsabilidades, deberes, deudas, y muchos otros problemas que nos preocupan, apartan y distraen de Dios.
Esas son nuestras cargas, nuestras cruces.
Dice Jesús:
“El que quiera venir conmigo, que renuncie a sà mismo, que tome su cruz y me siga”.
Es el profeta JeremÃas, en la primera lectura del Domingo pasado, lo explica de una hermosa forma casi poética:
“Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir;
fuiste más fuerte que yo y me venciste.
He sido el hamerreÃr de todos;
dÃa tras dÃa se burlan de mÃ.
Desde que comencé a hablar,
he tenido que anunciar a gritos violencia y destrucción.
Por anunciar la palabra del Señor,
me he convertido en objeto de orpobio y de burla todo el dÃa.
He llegado a decirme: ‘Ya no me acordaré del Señor
ni hablaré más en su nombre’.
Pero habÃa en mà como un fuego ardiente,
encerrado en mis huesos;
Yo me esforzaba en contenerlo,
pero no podÃa”.
Seguir a Dios no es fácil. Seguir a Dios sà es fácil. Tú decides.