
Cuando un grupo de judÃos murmuraba contra Jesús –decÃan que cómo era posible qué el venÃa del cielo si lo habÃan visto ser criado por sus padres, José y MarÃa–, el Hijo de Dios les respondió:
“No murmuren. Nadie puede venir a mà si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ése yo lo resucitaré el último dÃa. Está escrito en los profetas: todos serán discÃpulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de él se acerca a mÃ. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ese sà ha visto al Padre”.
Este pasaje nos muestra cómo en el mismÃsimo pueblo de Jesús existÃa una envidia y hasta rencor contra el nuevo profeta que estaba haciendo muchos milagros y causaba mucho movimiento entre la gente de la antigua Galilea. Y estaba acercándose a la capital de la región, Jerusalén.
Algo interesante, sin embargo, es que estos chismes contra los verdaderos y buenos lÃderes no son algo nuevo. La envidia y la maldad han existido desde que salimos del ParaÃso, y en la primera lectura también nos enteramos que el mismo pueblo JudÃo también se revela contra sus libertadores, Moisés y Aarón:
“Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comÃamos pan hasta saciarnos. Ustedes nos han traÃdo a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud”.
¡Pero qué desfachatez, descaro e ingratitud! Moisés habÃa guiado al pueblo a la liberación de sus opresores. Los egipcios usaban a los judÃos como los peores esclavos que eran explotados en cualquier condición –viejos, enfermos– hasta morir; y cuando éstos comenzaban a multiplicarse, se llevaba a cabo la medida de control final: matar a todos niños menores de tres años.
Dios vio todas estas injusticias y y prometió sacar a su pueblo de Egipto. Ellos fueron testigos de todas las plagas, las cuales eran maravillosas en su naturaleza, y finalmente vieron el gigantesco milagro de la partición del mar para proveerles de un pasaje para escapar de la última persecución de Faraón.
Y ahora, están añorando volver a ser esclavos. Con muchas injusticias, pero con comida. Con muerte y humillación, pero con un techo inmundo. Con enfermedad y dolor, pero con una ración de vino rancio de vez en cuando.
Pero, ¿Cuál fue la respuesta de Dios ante el clamor de este pueblo?, ¿Acaso fue de muerte y destrucción? No. Esta fue su respuesta:
“–Refiriéndose a Moisés– Diles de parte mÃa: ´Por la tarde comerán carne y por la mañana se hartarán de pan, para que sepan que yo soy el Señor, su Dios.
“Aquella misma tarde, una bandada de codornices cubrió el campamento. A la mañana siguiente habÃa en torno a él una capa de rocÃo que, al evaporarse, dejó el suelo cubierto con una especie de polvo blanco semejante a la escarcha. Al ver esto, los israelitas se dijeron los unos a los otros: ´¿Qué es esto?´pues no sabÃan lo que era. Moisés les dijo: Éste es el pan que el Señor les da por alimento´”.
La justicia divina es grande. Pero el amor y la misericordia de Dios es millones de veces mayor.