Desde el inicio del año hemos estado leyendo cómo Dios nos llama de diferentes formas y qué es lo que debemos hacer. Primero leímos que al profeta Daniel Dios le hablaba mientras dormía, y luego nos estremecimos con la historia de Jonás, el profeta, que al principio no quería ir a la ciudad pecadora de Nínive a predicar la Palabra.
Ahora, primero escuchamos a Moisés que, en forma profética, le dice a su pueblo que vendrá un profeta al que deben escuchar, y quien lo ignore, tendrá un castigo duro, grave. Obviamente, ese “profeta” es nada más y nada menos que Jesús.
Y hasta el Salmo responsorial (Salmo 94), nos llama a la misma reflexión: “Ojalá escuchen hoy la voz del Señor: ´No endurezcan su corazón´”.
Todo esto es para prepararnos para la lectura del Evangelio, que nos presenta a Jesús de una manera un poco diferente a como estamos acostumbrados: Con una voz firme y de mucha autoridad se presenta en una sinagoga y se pone a enseñar y a hablar de la Palabra de Dios. Esta presentación marca el inicio del ministerio público –enseñanzas al pueblo en general– de Jesús.
El pueblo está desconcertado, pues los escribas –los estudiosos de la ley—siempre les han hablado en términos muy complejos, difíciles de entender. Y Jesús viene a romper el molde con explicaciones fáciles y llenas de detalles para que no quede duda del mensaje.
El episodio hace una pausa cuando un grupo de gente le lleva a un sujeto que está poseído por un espíritu inmundo, o sea un demonio. Obviamente, ese espíritu sabe quién es Jesús y lo reconoce. El pobre sujeto poseído no es más que un muñeco haciendo la voluntad del intruso, y con gritos se dirige al Hijo de Dios: “¿Qué quieres tú con nosotros Jesús de Nazaret?, ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios”.
Por donde quiera que lo veamos, esta narración es un poco aterradora: en efecto, las posesiones existen. Y, es cierto, los demonios reconocen a Dios, a Jesús, y a sus siervos, de manera inmediata, y también les temen.
Jesús le ordenó al demonio: “¡Cállate y sal de ahí!”
Y con esa autoridad, el intruso se salió del cuerpo del hombre, pero no en forma quieta, sino dando un alarido y sacudiéndolo con violencia.
Sin duda, mucha de la gente que fue testigo de este acontecimiento no entendieron lo que acababa de suceder y el diálogo que se presentó. Ciertamente, tampoco han de haber entendido la importancia de lo que estaba pasando para las generaciones venideras. Aún para los apóstoles esto debió haber parecido no otra cosa mas que un espectáculo de efectos especiales. Recordemos, sus ojos aún no estaba abiertos a la Palabra.
El espíritu inmundo, sin embargo, reveló una gran verdad: Que Jesús es el Santo de Dios, y que tiene autoridad sobre todas las vidas y espíritus.
Ante estas enseñanzas agradezcamos que nos encontramos en una era en que los ojos se nos han abierto, que la Palabra ya está con nosotros, y que el mensaje de Cristo vive día con día.