El Evangelio de esta semana nos habló acerca del poder de orar. En la primera lectura de este pasado domingo, tenemos un hermoso episodio tomado del Libro del Exodo.
“Cuando el pueblo de Israel caminaba a través del desierto, llegaron los amalecitasy lo atacaron en Refidim. Moisés dijo entonces a Josué: ‘Elige algunos hombres y sal a combatir a loa amalecitas. Mañana, yo me colocaré en lo alto del monte con la vara de Dios en mi mano'”.
El pueblo de Israel acababa de salir de Egipto y estaba en el desierto –lo estarÃa por más de 40 años– con muy pocas pertenencias, abatido por la caminata, sediento y cansado… y encima de todas estas penas ¡los amalecitas los atacaron para quitarles lo poco que les quedaba!
“Josué cumplió con las órdenes de Moisés y salió a pelear contra los amalecitas. Moisés, Aarón y Jur subieron a la cumbre del monte, y sucedió que, cuando Moisés tenÃa las manos en alto, dominaba Israel, pero cuando las bajaba, Amalec dominaba.
“Como Moisés se cansó, Aarón y Jur lo hicieron sentar sobre una piedra, y colocándose a su lado, le sostenÃan los brazon. AsÃ, Moisés pudo mantener en alto las manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a lo amalecitas y acabó con ellos”.
Moisés extendió los brazos, lo mismo que Jesús. Y los dos, con los brazos extendidos protegieron –y protegen a su pueblo– que los apoya sosteniéndolos con el fabuloso poder de la oración.